Todavía tiene esa sonrisa aunque sólo la muestra cuando ya se siente confiada y esta vez ha tardado más de lo que me esperaba pero no me importa que en verdad se guarde palabras y arrugue la nariz como disconforme, también yo pido descafeinado y hablo de lugares en donde pasar las vacaciones. Con esta son dos veces que nos vemos en los últimos cinco años. Se marchó a Malvín dejándome una ciudad en ruinas, el closet lleno de interrogaciones en forma de percha y una nota en la nevera. Cuando salí a buscarla me llevaba dos países de ventaja y un ingeniero industrial de quien la niña que me muestra en la fotografía que guarda en su cartera ha heredado la barbilla y cierta propensión a no tolerar la lactosa, eso sí, los ojos son los de Jacqueline Bisset le digo devolviéndole la foto de tal modo que rozamos nuestras manos y le pido perdón mirándonos como se miran los desconocidos o peor como se miran los amantes que ya no tienen nada que decirse. Cuenta de la Universidad, de poesía contemporánea (prepara algo sobre una antología), de lo difícil que es a veces olvidar los detalles y que sin embargo casi ya no se acuerda del total. Le digo que me pasa lo mismo, que tal vez por eso escribo, que me quedaré sólo dos días y que podíamos quedar para comer con más tiempo que este café de facultad y descanso entre clases, pero está de exámenes finales o cualquier excusa parecida a pesar de que aún guardo un par de libros suyos, el de poemas de Cortázar que igual te viene bien ahora. También me sé la sonrisa de ya no. Se niega a mirar el reloj colgado de la pared cuando pasa el doctor nosecual que saluda y le recuerda que a la una reunión. Y sabe que tiene que irse o que, más bien, me tengo que ir yo.
Le envié un mensaje desde el hotel. No respondió
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