Esa necesidad de cruzarse de brazos y de lenguas en ciertas esquinas hasta perder el sentido de la orientación y llegar de un beso al urbanismo, con la cara apoyada en el hombro del otro, sabiéndose perdidos entre turistas y calles con nombre de santos, camino del puerto que se nos interpone como un muro de Berlín entre esta ciudad de despedidas y piel de gallina. Es la brisa, dices, aunque en realidad es que se hace tarde y todavía no nos hemos atrevido a rompernos en la espuma que azota el rompeolas, y es la brisa, te confirmo, buscando tu cintura bajo la blusa, acercándote un poquito más. No vayas a enamorarte. Ese es el barco y sale a las nueve. Acabo de conocerte, le recordé, y ni siquiera dijiste tu nombre, sólo que tienes los ojos más bonitos entre Malvín y Buenos Aires. (Motivo más que suficiente, lo sé) y me besó otra vez. No lo olvides, parecía decirme con la cara vuelta y la maleta llena de la ropa que no le quité, perdiéndose entre la gente.
Ahora que vuelvo cada tarde al café en donde llegaste más que cansada de vivir en una anodina arqueología de vida universitaria cuando en realidad escondías una actriz con pasaje de ida y sin cambio para el café, ahora que sentado en la misma mesa te escribo y hasta espero que estés bien o que vuelvas algún día, ahora tengo que admitir que sigo sin encontrar unos ojos más bonitos que los que sueño cuando sueño contigo.
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