miércoles, 27 de octubre de 2010

PAISAJE CON LUZ INTERIOR Nº3

Necesitabas separarte un poco más y te alejaste lo suficiente como para que se te cayera mi mano de tu cintura mientras se construía, ahora sí, una gramática de color ante tus ojos fijos en la esquina derecha donde la mancha era más gruesa y basta y algo púrpura. Debo reconocer que sentí miedo al notar mi brazo colgar como muerto, y lo llevé al díptico buscando alguna explicación, pero sólo Nueva York, 1971, y una cita de Malraux que ni siquiera estaba relacionada con la asimetría que formábamos, de tal modo que, si me giraba, podía verte inundada del amarillo proyectado desde la tela leyéndote lo mismo que tú leías en ella, completando el círculo del que era evidente yo era un radio inexistente.
Empezaba a anochecérseme la sala como un castillo de naipes, y al menor movimiento se vino abajo el sol, con el estrépito propio de estas ocasiones. Y sin tiempo a recoger los pedazos quise decirte ven y me salió Klee, aunque creo que dije, Kli o Chesterfield, que tampoco sirvió para retornarte, ni era mi pretensión, te lo prometo, aun cuando comencé a buscar un cigarrillo que certificara la necesidad, al menos por mi parte, de comenzar la huida.
Tengo frío. Pero no fue exáctamente eso. Fue, más bien, la certeza de que no hablabas conmigo, la seguridad de que me estaba creciendo un tercer pulmón en un lugar aproximado por el que caminábamos de vuelta. Intenté pasar mi brazo sobre tus hombros y aceptaste una calada mirándote los zapatos, sabiendo que cruzar la mirada, ahora, sería encontrarnos de nuevo ante la necesidad de sonreir o de algún otro convencionalismo formal ya tan fuera de lugar. Bajamos la calle escuchando nuestros propios pasos de mediados de enero mientras en las casas se preparaba una cena, se estudiaba álgebra, se celebraba un gol.


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