lunes, 13 de diciembre de 2010

EL INVIERNO

Cuentan de César que el día de su muerte, al levantarse, uno de sus criados le advirtió de que pronosticaban malos augurios para él, a lo que Cayo respondió:"Me basta con saber que es martes." Y debió marcharse al Senado, tarareando la musiquilla de un anunció, por la acera de los soles y los escaparates, en ese preciso instante en el que las porteras dan los buenos días a fregonazos y los niños desayunan cola-cao y tú te dejas otros cinco minutos de sueño en la almohada, mirándote las manos, pidiendo ser las manos de Bruto y los otros cuarenta y nueve, los ojos de Bruto, los labios de Bruto, ser el último escalón que sube al Senado, la última puerta que será la primera por la que asome el cadáver de César. Y tú te dejas caer el pelo, como una cascada sobre la espalda, corriendo hacia la ventana al oir pasos en la calle, y el amor es eso, los ojos através de las cortinas, el corazón saltando para estrellarse en la calzada lo que dura un semáforo en rojo y la espera de César, con lo periódicos, con un cigarrillo, con la mirada puesta en alguna parte, que seguro es el Senado, aunque tú te apartes de la ventana por miedo a que te descubra pidiendo ser la daga de Bruto y las otras cuarenta y nueve dagas, las piernas de Bruto, la voz de Bruto diciendo la última palabra que Cayo escuchase. Y tú te dejas otra mañana en el vestido planchado, en los tres cuartos de hora hasta que el metro deja de ser el río que, a chorros, te devuelva sana y salva y te parezca que aquello es tu oficina y que esta es tu vida y ese tu novio y esto del dedo un anillo que dice que te quiere mucho y César ya esté muerto aunque vos no lo hayas matado.

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