martes, 13 de diciembre de 2011

Y comienzan las sombras a hablar a la misma vez que descuelgas el teléfono y enciendes la luz de la mesita del recibidor; hubo un tiempo en el que hablábamos a oscuras y te imaginaba siempre dormido mientras preparaba café para dos. Pulsas las teclas pidiendo silencio, con un dedo de la otra mano sobre los labios, a la nada que hay por toda la sala y el silencio responde del otro lado sólo interrumpido por un pitido agudo y una voz que no es tu voz y que dice que no estás en casa, que dejes un mensaje, que ya llamarás luego. Sin ganas de decir de nuevo vuelve o te quiero o alguna de esas pavadas que antes, cuelgas en amarillo y apoyas la cabeza en la mesita tan despacio que te da tiempo a notar que en realidad es el resto del lunes el que cae frente a tus ojos. Y así, como deben quedarse los barcos que crujen contra las viejas costumbres, mirando el polvo que se acumula sobre la madera y hace como chispas, así, va llegando el sueño a la espera de la espada sobre el cuello como los besos que me hacían sonreir, como los besos que ahora deben llover sobre su hombro a la vez que buscas desde atrás sus labios y la rodeas por la cintura en un suspiro tan hondo que debe ser amor eso que echábamos en falta en el salón cuando compramos esa horrible reproducción de noséqué nocturno con amapolas. ¿Qué ganas de ponerle nombres a las cosas, verdad?



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